miércoles, 27 de marzo de 2013


MARTÍN SOL

Repugnante aquella escena. Miles de hombres, mujeres y niños en un bodegón de paredes color crema.  Uno junto al otro y sus caras de tristeza, de dolor, sus caras de desolación. Yo no conocía lo que era estar ahí y sentir ese tipo de ausencia, sentir cada latido en el pecho como si fuera el último.

Había llegado una noche con un fuerte dolor en la panza. Mi panza tan pequeña porque había comido poco. Un dolor intenso que se robaba mis palabras y las piernas no tenía fuerza para caminar. Ellos me observaban de extremo a extremo y buscaban con sus manos el lugar indicado donde se albergaba en mi cuerpo el demonio del dolor. El tacto no sirve y menos la intuición. Por mis venas recorría sangre, sangre a positivo, ahora con un líquido transparente que se mezclaba con el rojo para aliviar las punzadas de desesperación. El reloj es más lento en esos casos.

Uno termina resignándose a lo que pueda pasar, salir o no salir de aquellas paredes pálidas. Respirar o no el olor a plástico y alcohol, a sopa de verduras durante el mediodía y a corrientes de aire frío que se meten por las noches.

El muchachito llegó después de dos días. Como pude aparté los mechones de pelo que cubrían mis ojos y levante la mirada justo cuando aparecía el en el mismo pasillo. Su nombre ahora no lo recuerdo. Tengo presente el color zanahoria de su pelo, ojos negros y rostro amarillento. La historia se repite. Lo miraron de arriba abajo y concentraron la atención en el dolor de su pie izquierdo. Volvieron al rato cuando yo dormía, pero los gritos desesperados del muchachito pálido despertaron a los más cercanos.

No he podido olvidar aquella imagen. Con una perfecta habilidad, el sostenía con ambas manos  su pie  a la altura de la cabeza. El enfermero vestido de blanco cortaba algunas partes de su piel inerte porque debía hacer las respectivas curaciones. Yo pude olvidar mi fuerte dolor de panza cuando se hizo más intenso el sinsabor del corazón. 

Nos hicimos amigos tras varios días de compartir el tétrico espacio de un hospital. Las historias se volvieron alimento para el alma y unas pocas palabras bastaban para recordarnos que aún seguíamos vivos.

El no pasaba de los 20 años de edad y su joven extremidad se desvanecía en el aire. Solo, estaba  completamente solo en el mundo. Supe que vivía de amontonar cartón y papel a cambio de algo para comer. Cuando el trabajo de reciclar se ponía duro como él decía, distraía el hambre y la desolación con un poco de pegante y de vez en cuando con otras cosas más fuertes según su ánimo al amanecer.  

Con el pasar de los días, mi dolor de panza se hacía más tenue, pero el color amarillo de las mejillas de aquel muchacho se posaba en su frente y en su mentón cada vez con más insistencia. El sangrado del talón era constante y la infección alarmaba a cualquiera que desprevenidamente echara un vistazo. Yo me había acostumbrado a mirarlo solamente a los ojos y ya no me dejaba llevar por la curiosidad amarillista que me abofeteaba cada vez que conocía el estado de su profunda herida.

No dormíamos para engañar al minutero y halábamos hora tras hora para olvidarnos del espacio. Pero el tiempo pasa y no da espera. Se apresura como un monstruo insensible sin dar chico a nada. Y los gritos de mi amigo ya eran mudos, el dolor se confundía con el dolor de todos. En sus bolsillos no había un solo peso, ni un carnet ni un nombre, ni un registro ni nada. Eso hacía todo más difícil y demorado según aquellos hombres de blanco. Pero una cosa si es verdad, qué demonios se le puede exigir a un médico que pasó por una universidad y salió de ella más miope y egoísta que cuando entró. Todos en ese lugar son serios, no ríen, no abrazan.

Yo Salí una mañana de invierno. Aún adolorida y media agachada por los tratamientos. Prometí ir cuando los médicos me autorizaran y le aseguré a mi amigo volver por las tardes para hablar como todos los días.

Así fue. Volví con el semblante repuesto y atravesé aquellos barrotes que hay a la entrada. Recordé cada rostro y cada olor. El pie se le había hinchado como un zapallo y el dolor se trasladó a la pierna. No respondió a los intentos de tratamiento que permitían serle realizados por su condición de habitante de la calle.



Ahora recuerdo su nombre. Martín Sol no se murió únicamente de cáncer, se murió de pobre, se murió de solo, se murió de desnutrición, se murió de injusticia, de marginalidad, de analfabetismo, de abandono. Se murió en el anonimato, se murió de joven, de pequeño, se lo llevó la prisa en sus manos, se murió de intereses ajenos e indiferentes. Martín Sol, mi amigo, se murió porque nadie escuchó sus quejidos.