MARTÍN SOL
Repugnante aquella escena. Miles de hombres, mujeres y
niños en un bodegón de paredes color crema.
Uno junto al otro y sus caras de tristeza, de dolor, sus caras de
desolación. Yo no conocía lo que era estar ahí y sentir ese tipo de ausencia,
sentir cada latido en el pecho como si fuera el último.
Había llegado una noche con un fuerte dolor en la
panza. Mi panza tan pequeña porque había comido poco. Un dolor intenso que se
robaba mis palabras y las piernas no tenía fuerza para caminar. Ellos me
observaban de extremo a extremo y buscaban con sus manos el lugar indicado
donde se albergaba en mi cuerpo el demonio del dolor. El tacto no sirve y menos
la intuición. Por mis venas recorría sangre, sangre a positivo, ahora con un líquido
transparente que se mezclaba con el rojo para aliviar las punzadas de
desesperación. El reloj es más lento en esos casos.
Uno termina resignándose a lo que pueda pasar, salir o
no salir de aquellas paredes pálidas. Respirar o no el olor a plástico y
alcohol, a sopa de verduras durante el mediodía y a corrientes de aire frío que
se meten por las noches.
El muchachito llegó después de dos días. Como pude aparté los mechones de pelo que cubrían mis ojos y levante la mirada justo
cuando aparecía el en el mismo pasillo. Su nombre ahora no lo recuerdo. Tengo
presente el color zanahoria de su pelo, ojos negros y rostro amarillento. La
historia se repite. Lo miraron de arriba abajo y concentraron la atención en el
dolor de su pie izquierdo. Volvieron al rato cuando yo dormía, pero los gritos
desesperados del muchachito pálido despertaron a los más cercanos.
No he podido olvidar aquella imagen. Con una perfecta
habilidad, el sostenía con ambas manos
su pie a la altura de la cabeza.
El enfermero vestido de blanco cortaba algunas partes de su piel inerte porque
debía hacer las respectivas curaciones. Yo pude olvidar mi fuerte dolor de
panza cuando se hizo más intenso el sinsabor del corazón.
Nos hicimos amigos tras varios días de compartir el
tétrico espacio de un hospital. Las historias se volvieron alimento para el
alma y unas pocas palabras bastaban para recordarnos que aún seguíamos vivos.
El no pasaba de los 20 años de edad y su joven
extremidad se desvanecía en el aire. Solo, estaba completamente solo en el mundo. Supe que vivía
de amontonar cartón y papel a cambio de algo para comer. Cuando el trabajo de
reciclar se ponía duro como él decía, distraía el hambre y la desolación con un
poco de pegante y de vez en cuando con otras cosas más fuertes según su ánimo
al amanecer.
Con el pasar de los días, mi dolor de panza se hacía más
tenue, pero el color amarillo de las mejillas de aquel muchacho se posaba en su
frente y en su mentón cada vez con más insistencia. El sangrado del talón era
constante y la infección alarmaba a cualquiera que desprevenidamente echara un vistazo.
Yo me había acostumbrado a mirarlo solamente a los ojos y ya no me dejaba llevar
por la curiosidad amarillista que me abofeteaba cada vez que conocía el estado
de su profunda herida.
No dormíamos para engañar al minutero y halábamos hora
tras hora para olvidarnos del espacio. Pero el tiempo pasa y no da espera. Se
apresura como un monstruo insensible sin dar chico a nada. Y los gritos de mi
amigo ya eran mudos, el dolor se confundía con el dolor de todos. En sus
bolsillos no había un solo peso, ni un carnet ni un nombre, ni un registro ni
nada. Eso hacía todo más difícil y demorado según aquellos hombres de blanco.
Pero una cosa si es verdad, qué
demonios se le puede exigir a un médico que pasó por una universidad y salió de
ella más miope y egoísta que cuando entró. Todos en ese lugar son serios, no ríen,
no abrazan.
Yo Salí una mañana de
invierno. Aún adolorida y media agachada por los tratamientos. Prometí ir
cuando los médicos me autorizaran y le aseguré a mi amigo volver por las tardes
para hablar como todos los días.
Así fue. Volví con el
semblante repuesto y atravesé aquellos barrotes que hay a la entrada. Recordé
cada rostro y cada olor. El pie se le había hinchado como un zapallo y el dolor
se trasladó a la pierna. No respondió a los intentos de tratamiento que permitían
serle realizados por su condición de habitante de la calle.
Ahora recuerdo su
nombre. Martín Sol no se murió únicamente de cáncer, se murió de pobre, se
murió de solo, se murió de desnutrición, se murió de injusticia, de
marginalidad, de analfabetismo, de abandono. Se murió en el anonimato, se murió
de joven, de pequeño, se lo llevó la prisa en sus manos, se murió de intereses
ajenos e indiferentes. Martín Sol, mi amigo, se murió porque nadie escuchó sus
quejidos.