lunes, 25 de agosto de 2014


Don Beto
Por: Laura Cristina Londoño Vidal
Fecha: 25 de agosto de 2014

El color es la señal de partida. Preferiblemente  el semáforo en rojo y roja también lucecita trasera de los carros que han frenado. Se mosquea, extiende una caja de chicles de esos amarillos, le enciende un cigarrillo a alguien, golpea con un mazo la llanta de los colectivos y se cerciora de que la corriente de aire en las llantas este todo bien.
En su metro y medio de estatura o un poquito más, están vertidos muchos años y una realidad que le tocó. Tiene la piel tostada, curtida y dura. Una gota de sudor recorre su frente, baja desde su cabeza medio pelada, de pelo más bien escasa y se va regando en una de sus arrugas tan marcadas por el polvo. La costra de mugre casi invisible atrapa la gota, la recibe y la adhiere a su forma para que no siga ruta abajo, impide que el sudor le moje los ojos. Entonces, él me habla, me sonríe y con una pose casi heroica dice: “por aquí todos me conocen”
Este personaje, singular por su espeso bigote blanco y perfilado, ha pasado 30 de sus 58 años revoloteando en las esquinas, 15 de esos 30 aquí, en el barrio Bolívar de Popayán.

Desde el hospital hasta la galería y de la galería y vuelve y suba, vaya y venga, que por aquí hoy, que si llueve se escampa. Su nombre aunque muy sonoro es desconocido para muchos, Luis Alberto Camayo Concha mejor conocido como don Beto es el señor de los dulces.

Carga con periódicos y una que otro artefacto a la venta, tinta china, llaveros en forma de cruz, veneno para ratas. Bananitas de anís y de café, cigarrillos azules, verdes y rojos, papitas comuneros y otros cuantos mecaticos. Don Beto corre y se tambalea de un lado a otro. En su contra reloj diario ha perfeccionado  la hábil destreza de mantener en equilibrio la bandejita de madera que prende de su cuello. Se mezcla con el ruido de los carros y de repente nos vemos envueltos por una terrible nube de polvo. Yo me tapo la nariz y empiezo a estornudar,  me da una tos seca y carrasposa.  Don Beto me mira con un gesto amable y a la vez como si disfrutara de mi mal estado.  sonríe y aún cubiertos hasta el tope por el polvero que levantan los colectivos desde que atraviesan el puente del rio molino hasta antes del semáforo, apaga aún más los ojos y su dentadura chueca y puntiaguda se deja ver tan sincera, en una de esas carcajadas pintorescas.

Siempre quiso ser chofer de bus. Ahora limpia con sus dedos el polvo de los lentes, hace “plumilla” como él dice y deja impecable el parabrisas que protege su mirada. Unos ojos  pequeños se hunden perfectamente en su rostro alargado y flaco. Negros, medio achinados, casi indescifrables, van encajando y hacen juego con las grietas, con los años, con su piel.  No tiene barriga y eso lo llena de orgullo, se para erguido, aguanta un poco la respiración, ensancha los hombros y los manda para atrás. En un recorrido visual don Beto se reconoce, se identifica, se siente en forma. Cómo no tener semejantes pantorrillas de mula cuando le toca trotar a toda máquina de tras de las monedas que le sirven para vivir. Es un vendedor de esos a la antigua, callejeros, un atleta educado en el semáforo, de los pocos que se mueven por estos lados del bolívar. Está en lo suyo, siempre sonriente, tiene muchos amigos que van manejando  los carros que a veces cuida como si fueran suyos.

El amarrillo lo pone mosca mientras los otros van pisando la palanca de acelerar, ese run run le indica que tiene que llegar a la orilla apenas el semáforo se ponga en verde. Tiene una camisa a cuadros que lleva encajada por dentro del pantalón. Se ha vestido de colores claros, por eso en medio del polvero, poco se ve.  Usa correa y zapatos del mismo tono, ese color opaco que resulta de algo que fue negro y que ahora se ha curtido por la lluvia y por el sol, un grisáceo mate que no alcanza ni siquiera a ser un gris.

Vive allá arriba, en la parte alta del barrio el mirador. Su esposa compró en el 2000 un lote que estaba embargado y no hace nada terminó de pagar los 10 millones que costó. Eso me lo contó enérgico y con voz fuerte, como si quisiera que todo el mundo se enterara de algo tan importante para él. Tiene la voz ronca de tanto fumarse los piel roja que vende por la calle, los dedos amarillos y las uñas percudidas, cuarteadas y cubiertas de un tono marrón. Sus pulmones constantemente buscan aire y entonces don Beto suspira profundamente, luego un chorro de humo gris nos baña a los dos mientras cuenta los pesos que se acaba de hacer. Carismático, saluda con suavidad a cuanto transeúnte le dirige la mirada, los vendedores de la parte de adentro de la galería se salen a buscarlo y también le piden domicilios, el va y  vuelve al trote con la carga.  Cojea levemente de un lado, como quien tropieza y evita caer. Llega temprano al ruedo del bolívar en la ruta dos de trans pubenza porque un buen amigo lo trae gratis. Por la tarde si tiene suerte se lo encuentra de regreso a casa entonces pensativo blanquea un poco los ojos, se soba los parpados por los laditos y con la boca medio abierta me dice “soy muy de buenas en esta vida”.

Es un buen tipo, pensé desde el primer acercamiento. Agradable y respetuoso como pocos, con un léxico entretenido y un buen hablar de su vida y de su historia. El cansancio y el ajetreo  llenan de ansiedad el pasar de las  horas. A eso de las 11 de la mañana hace una pausa, cigarrillo en mano, un tintico bien dulce para botar corriente un rato con cualquier amigo. Eso no puede durar más de 15 minutos.  Ha remendado la pata de sus gafas medio chuecas, entonces con frecuencia manda su mano y toca despacito a ver si sigue firme la cinta de enmascarar que ha puesto alrededor, entre la pata y el lente, justo en el rabillo del ojo. Un tipo asentado  desde hace mucho tiempo, así es como el mismo se define mientras se rasca el bigote. El trabajo le da siempre y cuando sea juicioso, habla con satisfacción, “si uno se va a jugar billar a cada rato la caga
Don Beto tiene una apariencia indudablemente senil, se agita con frecuencia y le hace el quite al cansancio. 

De vez en cuando se le escapa uno que otro suspiro y se queja. Sobre el hombro un dulce abrigo rojo que volea con el paso del pesado tráfico. Las personas de por ahí lo consideran modesto y divertido, un profesional en su negocio, honesto y sencillo, hace lo que sea, lo que se le pida.  La relación que don Beto mantiene con sus colegas ambulantes y los comerciantes del sector es muy cercana, tanto así, que muchos lo consideran como una especie de padre innato. Nació en la vega Cauca por lo que no pierde oportunidad de preguntarle a los que llegan de allá por su pueblo, ese lugar que no visita desde hace más de una década. Entonces en su rostro se refleja la añoranza. Tal vez de una infancia bonita en el campo, tal vez no. Sigue caminando como quien busca y encuentra rumbos a cada paso. La señal de pare en esa esquina no le dice casi nada, don Beto la aprovecha para salir adelante, como si en lugar de aquel letrero estuviera uno que dijera “SIGA”

Y así es. Todos los días sin falta don Beto recorre sus calles, saluda a su gente, vende sus cositas y  hace más amigos mientras cobra sus monedas. Es un legítimo habitante de un país que se indigna ante la falta de oportunidades, es un anciano que corre como atleta para ganar la carrera de la vida en uno o dos semáforos. Nunca ha sido rico, manifiesta, pero para el baile es un maestro y eso basta y sobra. Se aferra al único trabajo que aprendió, marcado por la pobreza desde sus primeros años, Don Beto se traga el polvero con fe. Me invita a un tinto, saca quinientos pesos de su bolsillo y se cerciora de que yo los vea. Orgulloso de ser Don Beto, Luis Alberto Camayo Concha me mira con dulzura y aunque cada vez vende menos, vive aferrado a un optimismo esperanzador. Silva un bolero de esos viejos, fija su mirada en el semáforo y se esfuerza por identificar el color. Es la señal de en sus marcas listos fuera. Ahora el semáforo está en rojo, don Beto me da la espalda sin dejar de silbar y sigue corriendo.



martes, 9 de abril de 2013


¡Carajo Cecilia!

Claro que me acuerdo Cecilia. Hay cosa que por más que uno quiera no se olvidan.
La gente envejece sin piedad y yo voy en el mismo costal. Unos por cierto se estancan con la mente y se quedan dando vuelticas como si estuvieran atollados en un hueco atestado de fango pesado.  

Pero el asunto de las dimensiones es complejo, uno puede ir para adelante o para atrás, para arriba o para donde quiera y sin embargo siempre se avanza. Uno siempre se encuentra de frente y se estrella con el embrollo de las decisiones y es ahí cuando uno quisiera un 50, 50 por lo menos o la llamada a un amigo o la ayudita del público. La realidad es otra. A uno solito le toca desenmarañarse  porque fue uno mismo el que enredó el cable.

De todas formas yo opté por llamarte, Cecilia. Solo por no dejar. Ahora me he sentido mejor porque por lo menos puedo contarte y compartir contigo este vaso con agua. Ya lo sé, Sería mejor tomar algo de té, de tinto o aguapanelita,  pero Cecilia, eso no cambiaría en nada, nada.

Hace mucho no tomo agua. Ellos me hacen creer que he perdido la conciencia porque nunca se me acaba el hambre. Aquí arriba solo hay grillos y yo también me los como. Lo que pasa Cecilia es que no dejan de cantar hasta después de tres o cuatro días de estar en mi panza y eso a la larga no me deja dormir por las noches.  

Uno puede mantenerse en vela hasta las ocho nada mas pero el sueño llega Cecilia y cuando llega lo apalea a uno y lo tira donde caiga. Ahí es donde empieza enserio el problema.

Como el sueño llega y me apalea y me derrumba Cecilia, pasa unas veces en la sala, otras en el pasillo. Cuando tengo suerte me aplasta aquí en este sofá, entonces uno por lo menos siente menos frio.  Cuando el sueño ya me tiene agarrada por el cuello se me van los ojos como para atrás y empiezo a mirar para adentro. Es ahí cuando los veo.

Claro que siento miedo Cecilia. Al principio no tanto. He disfrutado el revolotear de los bichos en mi panza. Pero ahora, ellos gritan, no te imaginas Cecilia como gritan y claro, yo los entiendo. Gritan como todos cuando ya quieren salir. La cuestión Cecilia es que pese a eso yo no quiero que se vayan, porque cuando tú te vayas Cecilia, no quedarán más que los bichos.

 A veces me duele y me duele tanto que me toca dar tumbos en el suelo para despistar a los grillos. Me toca dar tumbos porque así ellos se marean y se quedan quietos por algunos minutos. Yo aprovecho ese tiempito para pensar. 

No llama desde hace mucho, no llama porque no soporta el ruido, no lo soporta y piensa que he perdido la razón. Yo también entiendo, entiendo tanto como entiendo a los grillos, pero se ha marchado y los grillos aún permanecen dando vueltas en mi panza.

Cecilia, entenderías mejor si no fueras sorda. Pero me gusta que hayas venido. EL otro día vomité, y por mi boca se escaparon  tres. Ellos se escondieron pero yo busque todo el día y los encontré bajo la alfombra. Yo me sentí feliz y uno a uno volví a comerlos.

Ya lo sé Cecilia, no me mires con esa cara. Yo ya no puedo vivir sin ellos metidos ahí dentro de  mi panza. No es una cuestión de razón o de locura, cada uno encuentra su manera. Sé  que envejezco como todos en el mismo costal, y mientras unos pierden el tiempo yo lo acumulo y lo guardo, lo guardo y me como los grillos que están acá arriba.  

Tranquila Cecilia que  no es para siempre, la mente no es otra cosa más que un órgano blandito como el estómago solo que los grillos ya vienen adentro. ¡Carajo Cecilia!, ya lo sé, ya se que no soportaré tanto bicho en la cabeza y en la panza. Un día explotaré como una chicharra por tanto escándalo.  



miércoles, 27 de marzo de 2013


MARTÍN SOL

Repugnante aquella escena. Miles de hombres, mujeres y niños en un bodegón de paredes color crema.  Uno junto al otro y sus caras de tristeza, de dolor, sus caras de desolación. Yo no conocía lo que era estar ahí y sentir ese tipo de ausencia, sentir cada latido en el pecho como si fuera el último.

Había llegado una noche con un fuerte dolor en la panza. Mi panza tan pequeña porque había comido poco. Un dolor intenso que se robaba mis palabras y las piernas no tenía fuerza para caminar. Ellos me observaban de extremo a extremo y buscaban con sus manos el lugar indicado donde se albergaba en mi cuerpo el demonio del dolor. El tacto no sirve y menos la intuición. Por mis venas recorría sangre, sangre a positivo, ahora con un líquido transparente que se mezclaba con el rojo para aliviar las punzadas de desesperación. El reloj es más lento en esos casos.

Uno termina resignándose a lo que pueda pasar, salir o no salir de aquellas paredes pálidas. Respirar o no el olor a plástico y alcohol, a sopa de verduras durante el mediodía y a corrientes de aire frío que se meten por las noches.

El muchachito llegó después de dos días. Como pude aparté los mechones de pelo que cubrían mis ojos y levante la mirada justo cuando aparecía el en el mismo pasillo. Su nombre ahora no lo recuerdo. Tengo presente el color zanahoria de su pelo, ojos negros y rostro amarillento. La historia se repite. Lo miraron de arriba abajo y concentraron la atención en el dolor de su pie izquierdo. Volvieron al rato cuando yo dormía, pero los gritos desesperados del muchachito pálido despertaron a los más cercanos.

No he podido olvidar aquella imagen. Con una perfecta habilidad, el sostenía con ambas manos  su pie  a la altura de la cabeza. El enfermero vestido de blanco cortaba algunas partes de su piel inerte porque debía hacer las respectivas curaciones. Yo pude olvidar mi fuerte dolor de panza cuando se hizo más intenso el sinsabor del corazón. 

Nos hicimos amigos tras varios días de compartir el tétrico espacio de un hospital. Las historias se volvieron alimento para el alma y unas pocas palabras bastaban para recordarnos que aún seguíamos vivos.

El no pasaba de los 20 años de edad y su joven extremidad se desvanecía en el aire. Solo, estaba  completamente solo en el mundo. Supe que vivía de amontonar cartón y papel a cambio de algo para comer. Cuando el trabajo de reciclar se ponía duro como él decía, distraía el hambre y la desolación con un poco de pegante y de vez en cuando con otras cosas más fuertes según su ánimo al amanecer.  

Con el pasar de los días, mi dolor de panza se hacía más tenue, pero el color amarillo de las mejillas de aquel muchacho se posaba en su frente y en su mentón cada vez con más insistencia. El sangrado del talón era constante y la infección alarmaba a cualquiera que desprevenidamente echara un vistazo. Yo me había acostumbrado a mirarlo solamente a los ojos y ya no me dejaba llevar por la curiosidad amarillista que me abofeteaba cada vez que conocía el estado de su profunda herida.

No dormíamos para engañar al minutero y halábamos hora tras hora para olvidarnos del espacio. Pero el tiempo pasa y no da espera. Se apresura como un monstruo insensible sin dar chico a nada. Y los gritos de mi amigo ya eran mudos, el dolor se confundía con el dolor de todos. En sus bolsillos no había un solo peso, ni un carnet ni un nombre, ni un registro ni nada. Eso hacía todo más difícil y demorado según aquellos hombres de blanco. Pero una cosa si es verdad, qué demonios se le puede exigir a un médico que pasó por una universidad y salió de ella más miope y egoísta que cuando entró. Todos en ese lugar son serios, no ríen, no abrazan.

Yo Salí una mañana de invierno. Aún adolorida y media agachada por los tratamientos. Prometí ir cuando los médicos me autorizaran y le aseguré a mi amigo volver por las tardes para hablar como todos los días.

Así fue. Volví con el semblante repuesto y atravesé aquellos barrotes que hay a la entrada. Recordé cada rostro y cada olor. El pie se le había hinchado como un zapallo y el dolor se trasladó a la pierna. No respondió a los intentos de tratamiento que permitían serle realizados por su condición de habitante de la calle.



Ahora recuerdo su nombre. Martín Sol no se murió únicamente de cáncer, se murió de pobre, se murió de solo, se murió de desnutrición, se murió de injusticia, de marginalidad, de analfabetismo, de abandono. Se murió en el anonimato, se murió de joven, de pequeño, se lo llevó la prisa en sus manos, se murió de intereses ajenos e indiferentes. Martín Sol, mi amigo, se murió porque nadie escuchó sus quejidos.  

sábado, 7 de enero de 2012

YA ES HORA.













Foto tomada por: Diana Sandoval.


Si es preciso, debo confesar que me aterra esa manía que tengo de caminar mirando hacia arriba. Lo que pasa es que me dejo atrapar fácilmente por esas formas ridículas que permanecen suspendidas en el cielo y también en el techo de las casas. No creo que sea precisamente eso que dice mi madre con respecto a tomarme la vida enserio, es mas creo que logro tomármela tan enserio que prefiero concentrarme en lo que verdaderamente me importa. 

Recibí esa llamada a mi teléfono celular casi a las 9 de la mañana, no es extraño que mi madre me llame desde el cuarto de al lado para recordarme que ha empezado el nuevo día. Yo la entiendo, a esas horas de la mañana ella quiere seguir durmiendo igual que yo, pero preferiría entonces que estos aparatos no existieran y que ella viniera hasta acá, hasta mi cama y se sentara a mi lado, acariciara mi cabello, pusiera su mano en mi pecho e insistiera hasta el cansancio para que yo pudiese estirar mis brazos, pararme de la cama y ahora si aterrizar del sabroso letargo de estar como dicen por ahí plenamente foquiada.

No entiendo porqué los padres, en especial los míos insisten y vuelven a insistir en que ya estoy bastante grandecita, que las responsabilidades son las responsabilidades, que la vida es otro cuento. Y yo tan pequeñita todavía, con estos deseos  de crecer que tengo desde que me fui quedando siempre en el primer puesto, en la parte de adelante de la fila de formación en el colegio. Por fortuna yo sobreviví a los traumas de la infancia y espero solventar estos, los de la adolescencia.

No sé porqué siguen con esa idea, y ya no me dejan dormir en su cama y ya no me toman de la mano al pasar la calle, cosas que pasan.

Entonces escuché el timbre patético del celular que al mismo tiempo vibra y destruye cualquier posibilidad existente de tranquilidad en la mente, una taquicardia inmediata y la respiración fatigada, los ojos a medio abrir, el impacto de esos rayos de sol en las pupilas como si quisieran arrancarlas de su lugar.

Ese sol grandototote se despierta primero que yo, me fastidia un poco, se ríe y entre tanto yo solo quisiera gritarle cosas feas.  Gritar con esa voz ronca que me sale en las mañanas, pero como esa pelota amarillenta, bonita eso si, no me escucha y por más que grite se que me espera una dosis de lo mismo posiblemente todos los dìas,le contesto a mami con un “Ya voy” contundente y malhumorado. Es cierto que uno termina desquitándose con el menos indicado pero con alguien tengo que descargar ese viajao de adrenalina.

Puedo justificarme claro está: Yo con estas ganas que tengo siempre de levantarme de la cama, para ser más precisa como lo explico, imagínense, es  como si  tuviera miel en la espalda, que me embadurna en las sábanas, que me pega al colchón y que me enreda en la cobija verde que es mi favorita, porque huele a sueño y a lugares viejos, huele a sol y a ese polvo que se acumulaba en el aire acondicionado por aquellos días.

Y suspiro con los recuerdos.

UN CAFÉ.











Foto tomada por: 
Julian Pérez

Segunda  parte:

Ese día tal vez el sol brillaba con más intensidad, era un sol color rojo escarlata, como los soles de sus sueños, y los caminos dispersos se juntarían para trastornar las trayectorias de dos almas complementarias; en el mismo lugar de siempre estaba ella, cumpliendo su rutina, persiguiendo sus impulsos, ignorando que el también frecuentaba ese lugar sólo para verla, le sucedía exactamente lo mismo, sabía que estaría ahí, él la buscaría, la había buscado siempre, esta vez sería diferente, ya no estaría sin estarlo, estaría junto a ella.

 fue así como después de de tanto pensarlo, saco de su espíritu ridículo y bohemio la fortaleza para aliarse con el destino fanfarrón, darle  la razón a una sublime coincidencia que sería el punto de partida en la escritura de una predecible historia 

Después de un par de palabras motivadas por su ansia necia de conocerle, acudió a su habilidad simpática de entablar una conversación amena para terminar justo en esa misma mesa compartiendo con ella un café, sintió con esto alivio en la voluntad y en la consciencia, tranquilidad y regocijo en el lugar donde se generan los impulsos nervioso y un montón de  inexplicables sensaciones en los rincones del pecho.

No entendía  por qué razón aún sin conocerla su mente ocupaba gran cantidad de tiempo imaginándole, no comprendía porque la fuerza de gravedad se alteraba cuando pensaba en ella y porque sentía deseos por escudriñar y disfrutar hasta los detalles mas minimos de aquella figurita hecha mujer.

Pinceladas extraordinarias en su rostro y hasta en sus palabras. Lo más desvariarte de este asunto es que ni siquiera pensaba en ello, ignoraba todos los porque que revoloteaban como moscas martillando su sensatez, no podía dedicarse a responderlos,  quería escucharla, sentir su aroma, ahora el estaba ahí, sin seguridad alguna de ser visible para ella, a riesgo de se abatido por los choques eléctricos que se producían entre los músculos de su corazón.

Decidido a conocerle a partir de ese momento porque tal vez seria ella lo que siempre esperó y nunca indago, a pesar de sentirse en peligro,  quería simplemente entregarle su pensamiento despojado de cualquier vestidura, de cualquier camuflaje


Justamente en  un pleno descubrir de ese tiempo y ese espacio que desde hace mucho ya era sólo de los dos, encajaban poco a poco una vida con la otra abrigados por las casualidades de los gustos parecidos y el disfrutar de los colores comunes, para ambos resulto ser un misterio el momento en que empezaron a buscarse, no se habían percatado de ello, simplemente dirigían sus cuerpos y esencias cada vez más cerca el uno del otro, por inercia, por habilidad del cosmos, él con su cálida voz dejaba extasiados sus oídos, ella regalaba a cambio suspiros y palabras escritas por una pluma embriagada en idilio

Así pasarían innumerables días, más allá de la realidad, más allá de lo perfecto, en el mismo lugar como testigo de aquella magia, encuentros buscados, tardes dotadas de hermosura, ella y él.

Que barbaridades las que habían llegado a su mente sin previo aviso para lanzarse encima como una tonelada de ideas bombardeando su cerebro a quema ropa, vaya sensación tan perturbante y despiadada tal vez por el exceso de cafeína,  tan aguda y perspicaz que había alterado notablemente el ritmo cardiaco, letal encuentro, complot del destino.

El sentir  se salía con la suya mientras que su organismo escaseaba ya en adrenalina, era más que claro que la órbita en la que comúnmente habitaba ahora cambiaba de rumbo y  lo único que alcanzase a percibir con claridad por esos momentos eram las extrañas señales distribuyéndose por su cerebro, tal vez parecía demasiado tarde para volver de nuevo a la realidad que hasta la había contenido.

Nnunca supo a ciencia cierta porque en un fugaz soplo de tiempo esa mirada profunda envenenó su alma, aquel instante de majestuosidad indescriptible había marcado el curso de una historia burlando sínicamente el hilo de este guión,  comprendió por primera vez que en cuestión de minutos las debilidades se apoderan de la existencia y lo que parecía indomable queda relegado sin previo aviso.

Se sentía débil, tan débil y minúscula al no controlar los pensamientos que se habían volcado a un abismo distinto, tan distinto que  ahora todo el universo se veía atreves de esos ojos verdes oliva tan vivos y mágicos como las ganas de verle otra vez

Pobre criatura insignificante, de espíritu vivaz e inquieto,  acostumbrada a dominar fortalezas con el poder de su mirada, descubrió sin pensar, el impacto que causaba dejar que esas pupilas doradas penetrasen su alma sin haberle informado, ella estaba ahí, bajo el olor a madera vieja recién pintada,  cautivada por aquella sonrisa un poco fugaz que no le permitía acudir a llamado alguno, ni siquiera al llamado equilibrado de su propia conciencia.

Llevaba sus zapatos de colores y un listón atado a su mano derecha, no pensaba en otra cosa más que en buscarle e inspirada por los dioses que intervienen en asuntos como ese, confiaba plenamente en escuchar los pasos que le traerían de vuelta la gloría, verle llegar, verle ahí…

INUNDACIÓN DE SILENCIO.

















Abrió los ojos en medio de un parpadeo lento  y calculado, sintiendo como hemisferios de luz tenue penetraban hasta el fondo de su poco entendimiento el subconsciente ya indagado entre preguntas sin respuestas; sus pupilas dilatadas por el haz incandescente de un arcaico artefacto luminoso se extraviaban en la plenitud del ambiente aquella noche de luna oculta. 

Pudo verle aún más de cerca, precisamente en aquel lugar de olores insensatos y corrientes de aire frio que acariciaron sin piedad su piel estremecida llevándose consigo la tibieza de sus manos y la calidez de su espalda; debía confesar con el temor absurdo que sumergía sus impulsos como naufrago atrevido de las artes de su vida, la intención desatinada de negarse propiamente que hasta entonces lo había extrañado un poco.


Fue testigo de un fuerte palpitar del corazón que aumentó, progresivamente, su presión sanguínea y se hizo consciente de una atmosfera distinta que enmarcaba la dulce angustia de no comprender en lo mas mínimo lo ocurrido al interior de su pecho; hubo de tener suerte con pasar desapercibida y encontrar en su estado de invisibilidad mas privilegios que desventajas; pudo ocultar sin mayor esfuerzo la inquietud de sus ojos y la inestabilidad de sus manos e incluso la sutil falencia en el ritmo de su respiración descoordinada, pero fue incapaz de esconderse a si misma la alteración de todos sus sentidos y hasta el más minúsculo de sus pensamientos, no lograba concebir con claridad el momento preciso en que se halló de repente en una galaxia distinta,


Acostumbrada a manejar su entorno como un ser tan fuerte fabricado de hojalata, jamás corrió el riesgo de sentir aquel letargo maravillosamente exquisito y dislocado que ahora impacientaba sus segundos de existencia. Tal vez descubrió el color de lo infinito mientras en instantes de sublime y fugaz encuentro su mirada chocaba con la suya apaciguando su inconsciente necesidad por mirarle, hubo de desesperar después por no encontrarse ya parada sobre su principal eje, aquel que soportaba firmemente las variantes de una personalidad sin preocupaciones, para encontrarse a cambio, como nunca, tambaleante entre la sonrisa imborrable por haberle visto y el sinsabor innegable del destino incierto.


Reaccionar era lo único que esperaba y mientras tanto apreció dichosa los sonidos que se hicieron melodías como abrigo al pensamiento, como lenguaje perfecto de seducciones ambiguas, de instantes no sucedidos, de señales no recibidas y de anhelos desatados perdidos en el intento, de miradas inconclusas como fechorías del destino y avivamientos desentendidos entre los camuflajes de la cobardía.


Y aunque quiso perpetuar el tiempo para radicarse justo al lado de su aliento, en un intento eterno por hacerse siempre sombra y sueño de sus dulces palabras, amante inimaginable de los ecos de su voz y de su risa y cómplice perfecta de susurros que extasiaron por completo la divinidad de un sentimiento de energía indescriptible y de esplendida pureza, recobró la calma que se había extraviado cuando su equilibrio se hizo efímero y no tuvo más opción que reprimir el ansia ardiente de tenerle ya por siempre, aun sin conocerle, entregándose por completo a este asunto místico de lo que nunca había vivido. No pudo hacer otra cosa más que rendirse a la suerte de este río con caudal tranquilo, sin levantar siquiera la mas mínima sospecha de que inexplicablemente ahora suspiraba ya en su nombre y recreaba en la realidad de sus sueños aquellos ojos que serían señal de lo sublime.


El tiempo sabría explicar con calma, lo que ahora se inundaba en el silencio…

martes, 1 de noviembre de 2011

MUNDOS PARALELOS.




















Foto tomada por: 
Ricardo Plaza.


Y tomó su mano con fuerza mientras pensaba en lo inútiles que resultarían sus palabras en ese momento. En cualquier instante fugaz abriría sus ojos. 


En esa noche del mes de julio las nubes y el suelo parecían de pronto aliarse para propiciar aquel encuentro. En sus oídos retumbaba el murmullo del agua salpicando con necedad en todos lados. Se sintió entonces atrapada por una atmósfera sublime, tan deslumbrante y atractiva como la sensación misma, su mente, aletargada por el recuerdo inevitable se estremeció sin mas al escudriñar en  los  rincones del pensamiento. 


Se sintió hipnotizada por las  lucecillas pixeladas en el reflejo de la ventana empapada, un deleite de gotas tímidas parecían danzar al compás del sonido del viento que armonizaba  el choque vivaracho de las ramas, partículas de agua caían delicadamente hasta tocar la superficie y se unìan  en una comparsa de riachuelos que crecían durante el recorrido.


ahí estaba ella, en su pequeño cuarto, como todos los días al terminar la jornada, viendo por algunos minutos como el vapor de su aliento convertía en lienzo la trasparencia del cristal; dibujaba con sus dedos un cielo húmedo lleno de estrellas e imaginaba la inmensidad del espacio.
Cerró sus ojos para recrear el paisaje que tentaba a la exquisitez de sus sentidos y alcanzó a percibir una brisa ligera golpeando sus mejillas, respiro con fuerza sintiéndose tan viva que por un instante su ser se llenó de inexplicable calma. voló con sus recuerdos hasta aquel remembrado lugar, la sonrisa se mostro por algunos segundos y despuès su alma se inundo de nostalgia. 
Sin duda alguna se extrañaba a si misma, al mar y a aquel lugar donde las creaciones perfectas parecían perdurar en el tiempo.
Apagó la luz para ir a dormir, se acostó un poco más tarde que de costumbre e intentò conciliar el sueño una y otra vez bajo la oscuridad de ese aire desconocido; así le dijo adiós a otro día. 


Añoraba poder regresar ahí nuevamente pero tenía la esperanza ya extraviada. Habrían pasado por lo menos 4 años desde aquel día en el que le vio por primera vez, parecía llegar de viaje  porque tenía a su lado un equipaje de tamaño medio. Misteriosamente ahora no se acordaba de su rostro per en su memoria permanecía intacto y nítido el sonido de su voz; todo el tiempo tarareaba las mismas canciones y descubrì con el tiempo que era amante embrutecido del el sonido de un violin.


Ella apareció repentinamente frente a una puerta de madera que medía por lo menos el doble de su tamaño, en el costado derecho tenía un aldabón dorado que hacìa cierto juego con el color de su cabello. Sin explicación alguna empuñaba en la mano una llave antigua que encajaba perfectamente en la cerradura de aquel portón. Tenía 18 años cuando lo abrió, sin pensarlo dos veces empujò con fuerza  las pesadas piezas de madera, detrás de esa puerta un chorro de luz blanca que entraba por una  ventana con los vidrios medio rotos.


Él estaba sentado de espaldas sobre una silla, tenìa las piernas cruzadas y en el suelo su recordada maleta. Sin darse vuelta dijo con voz  animosa palabras de bienvenida y se expresó complacido por haber concluido su espera. Ella curiosa se acercó, y aunque nunca lo había visto antes, en su mente se mostraba detalladamente la historia escrita de la vida de aquel hombre.
Parecía que ella conocía incluso sus detalles  más secretos, parecía también que él la conocía con exactitud a ella como cuando se tiene un manual de instrucciones: extrañamente sabía su nombre y él, el de ella, los gustos y desagrados, los anhelos e ilusiones mutuos. Impresionada  más que él por la magia de aquel encuentro se dejó guiar por conversaciones repletas de temas sorprendentes. Así entre historia y charla fueron espectadores de la puesta del sol.


Anonadada por la belleza de los colores y de los sonidos se sintió tan a gusto que deseó permanecer en ese lugar con aquel hombre y sus extraños pareceres por el resto de su eternidad.
Así pasarían varias horas que se transformaban en días y probablemente en meses,  el tiempo lograba ser maleable de acuerdo a los requerimientos de la razón en los sueños. De un momento a otro se vieron envueltos por un fino abrigo de sentimientos idealizadores, en otro mundo y muy seguramente en otra dimensión. Recreaban aquello que lograba saturar la existencia de momentos inolvidables, y recorrían los pasillos escudriñando anécdotas caprichosas.
Como era de esperarse, abrió los ojos y despertó nuevamente en su cama a la mañana siguiente. Se encontraba ahora en una realidad distinta. Atónita, volvió después de un tiempo aparentemente largo, se enamoró de aquel ser que habitaba en lo más profundo de su consciencia pero tenìa el deseo vivo de encontrarle una vez más a la noche siguiente y durante el resto de sus noches.


Por más que deseaba con el corazón apasionado tropezar reiteradamente con ese sujeto, siempre conseguía aparecer en los mismos pasillos sin encontrar la puerta gigantesca de artístico aldabón y la cerradura compatible con la llave que cargaba junto a ella, una y otra vez caminaba hasta el cansancio transitando por los  pasadizos insípidos sin poder hallarle.
Pasaron los días y algún par de años, perdida en la absurda tontería de poder regresar al sueño perfecto. Alimentando las ansias irracionales de querer quedarse ahí. Tenía exactamente 21 años cuando inesperadamente esa misma noche  volvió a caer rendida bajo el arrullo de la lluvia, cerró los ojos y se encontró de nuevo ahí, tras esa puerta, atemorizada por no saber si se encontraba él en el interior de ese cuarto. Le escuchó entonces tararear como de costumbre con el alma rebosada en regocijo; serían las notas más hermosas  que jamás pudo escuchar, su voz encantadora seguía intacta. Entonces fue así como atravesó la puerta con las piernas temblorosas.


Esta vez lo vio sentado de frente con la maleta abierta de par en par, observaba montón de fotografías, momentos congelados, su vida y el tiempo en cuatro años. El seguía su rastro, retratando desde aquella ventana con vista a la realidad, sus alegrías y tristezas, sus días grises y aquellos en los que brillaba intensamente el sol.
Siempre estuvo ahí. Ahora era tarea de aquel hombre encontrarla en el mundo en el que ella habitaba, ese mundo paralelo en el que el tiempo es más difícil y los escenarios se cuadran de acuerdo a los deseos de un director que tal vez nadie conoce. Debía indagar por los corredores de ese lugar para encontrar aquella puerta que se abriría según la llave que llevase consigo. 


Mientras tanto, hasta el día en el que lograsen encontrarse para perpetuar sus sueños, esta vez hechos realidad, ella lo vería una noche de junio, cada cuatro años, para darle las coordenadas precisas de las puertas de su corazón.