lunes, 25 de agosto de 2014


Don Beto
Por: Laura Cristina Londoño Vidal
Fecha: 25 de agosto de 2014

El color es la señal de partida. Preferiblemente  el semáforo en rojo y roja también lucecita trasera de los carros que han frenado. Se mosquea, extiende una caja de chicles de esos amarillos, le enciende un cigarrillo a alguien, golpea con un mazo la llanta de los colectivos y se cerciora de que la corriente de aire en las llantas este todo bien.
En su metro y medio de estatura o un poquito más, están vertidos muchos años y una realidad que le tocó. Tiene la piel tostada, curtida y dura. Una gota de sudor recorre su frente, baja desde su cabeza medio pelada, de pelo más bien escasa y se va regando en una de sus arrugas tan marcadas por el polvo. La costra de mugre casi invisible atrapa la gota, la recibe y la adhiere a su forma para que no siga ruta abajo, impide que el sudor le moje los ojos. Entonces, él me habla, me sonríe y con una pose casi heroica dice: “por aquí todos me conocen”
Este personaje, singular por su espeso bigote blanco y perfilado, ha pasado 30 de sus 58 años revoloteando en las esquinas, 15 de esos 30 aquí, en el barrio Bolívar de Popayán.

Desde el hospital hasta la galería y de la galería y vuelve y suba, vaya y venga, que por aquí hoy, que si llueve se escampa. Su nombre aunque muy sonoro es desconocido para muchos, Luis Alberto Camayo Concha mejor conocido como don Beto es el señor de los dulces.

Carga con periódicos y una que otro artefacto a la venta, tinta china, llaveros en forma de cruz, veneno para ratas. Bananitas de anís y de café, cigarrillos azules, verdes y rojos, papitas comuneros y otros cuantos mecaticos. Don Beto corre y se tambalea de un lado a otro. En su contra reloj diario ha perfeccionado  la hábil destreza de mantener en equilibrio la bandejita de madera que prende de su cuello. Se mezcla con el ruido de los carros y de repente nos vemos envueltos por una terrible nube de polvo. Yo me tapo la nariz y empiezo a estornudar,  me da una tos seca y carrasposa.  Don Beto me mira con un gesto amable y a la vez como si disfrutara de mi mal estado.  sonríe y aún cubiertos hasta el tope por el polvero que levantan los colectivos desde que atraviesan el puente del rio molino hasta antes del semáforo, apaga aún más los ojos y su dentadura chueca y puntiaguda se deja ver tan sincera, en una de esas carcajadas pintorescas.

Siempre quiso ser chofer de bus. Ahora limpia con sus dedos el polvo de los lentes, hace “plumilla” como él dice y deja impecable el parabrisas que protege su mirada. Unos ojos  pequeños se hunden perfectamente en su rostro alargado y flaco. Negros, medio achinados, casi indescifrables, van encajando y hacen juego con las grietas, con los años, con su piel.  No tiene barriga y eso lo llena de orgullo, se para erguido, aguanta un poco la respiración, ensancha los hombros y los manda para atrás. En un recorrido visual don Beto se reconoce, se identifica, se siente en forma. Cómo no tener semejantes pantorrillas de mula cuando le toca trotar a toda máquina de tras de las monedas que le sirven para vivir. Es un vendedor de esos a la antigua, callejeros, un atleta educado en el semáforo, de los pocos que se mueven por estos lados del bolívar. Está en lo suyo, siempre sonriente, tiene muchos amigos que van manejando  los carros que a veces cuida como si fueran suyos.

El amarrillo lo pone mosca mientras los otros van pisando la palanca de acelerar, ese run run le indica que tiene que llegar a la orilla apenas el semáforo se ponga en verde. Tiene una camisa a cuadros que lleva encajada por dentro del pantalón. Se ha vestido de colores claros, por eso en medio del polvero, poco se ve.  Usa correa y zapatos del mismo tono, ese color opaco que resulta de algo que fue negro y que ahora se ha curtido por la lluvia y por el sol, un grisáceo mate que no alcanza ni siquiera a ser un gris.

Vive allá arriba, en la parte alta del barrio el mirador. Su esposa compró en el 2000 un lote que estaba embargado y no hace nada terminó de pagar los 10 millones que costó. Eso me lo contó enérgico y con voz fuerte, como si quisiera que todo el mundo se enterara de algo tan importante para él. Tiene la voz ronca de tanto fumarse los piel roja que vende por la calle, los dedos amarillos y las uñas percudidas, cuarteadas y cubiertas de un tono marrón. Sus pulmones constantemente buscan aire y entonces don Beto suspira profundamente, luego un chorro de humo gris nos baña a los dos mientras cuenta los pesos que se acaba de hacer. Carismático, saluda con suavidad a cuanto transeúnte le dirige la mirada, los vendedores de la parte de adentro de la galería se salen a buscarlo y también le piden domicilios, el va y  vuelve al trote con la carga.  Cojea levemente de un lado, como quien tropieza y evita caer. Llega temprano al ruedo del bolívar en la ruta dos de trans pubenza porque un buen amigo lo trae gratis. Por la tarde si tiene suerte se lo encuentra de regreso a casa entonces pensativo blanquea un poco los ojos, se soba los parpados por los laditos y con la boca medio abierta me dice “soy muy de buenas en esta vida”.

Es un buen tipo, pensé desde el primer acercamiento. Agradable y respetuoso como pocos, con un léxico entretenido y un buen hablar de su vida y de su historia. El cansancio y el ajetreo  llenan de ansiedad el pasar de las  horas. A eso de las 11 de la mañana hace una pausa, cigarrillo en mano, un tintico bien dulce para botar corriente un rato con cualquier amigo. Eso no puede durar más de 15 minutos.  Ha remendado la pata de sus gafas medio chuecas, entonces con frecuencia manda su mano y toca despacito a ver si sigue firme la cinta de enmascarar que ha puesto alrededor, entre la pata y el lente, justo en el rabillo del ojo. Un tipo asentado  desde hace mucho tiempo, así es como el mismo se define mientras se rasca el bigote. El trabajo le da siempre y cuando sea juicioso, habla con satisfacción, “si uno se va a jugar billar a cada rato la caga
Don Beto tiene una apariencia indudablemente senil, se agita con frecuencia y le hace el quite al cansancio. 

De vez en cuando se le escapa uno que otro suspiro y se queja. Sobre el hombro un dulce abrigo rojo que volea con el paso del pesado tráfico. Las personas de por ahí lo consideran modesto y divertido, un profesional en su negocio, honesto y sencillo, hace lo que sea, lo que se le pida.  La relación que don Beto mantiene con sus colegas ambulantes y los comerciantes del sector es muy cercana, tanto así, que muchos lo consideran como una especie de padre innato. Nació en la vega Cauca por lo que no pierde oportunidad de preguntarle a los que llegan de allá por su pueblo, ese lugar que no visita desde hace más de una década. Entonces en su rostro se refleja la añoranza. Tal vez de una infancia bonita en el campo, tal vez no. Sigue caminando como quien busca y encuentra rumbos a cada paso. La señal de pare en esa esquina no le dice casi nada, don Beto la aprovecha para salir adelante, como si en lugar de aquel letrero estuviera uno que dijera “SIGA”

Y así es. Todos los días sin falta don Beto recorre sus calles, saluda a su gente, vende sus cositas y  hace más amigos mientras cobra sus monedas. Es un legítimo habitante de un país que se indigna ante la falta de oportunidades, es un anciano que corre como atleta para ganar la carrera de la vida en uno o dos semáforos. Nunca ha sido rico, manifiesta, pero para el baile es un maestro y eso basta y sobra. Se aferra al único trabajo que aprendió, marcado por la pobreza desde sus primeros años, Don Beto se traga el polvero con fe. Me invita a un tinto, saca quinientos pesos de su bolsillo y se cerciora de que yo los vea. Orgulloso de ser Don Beto, Luis Alberto Camayo Concha me mira con dulzura y aunque cada vez vende menos, vive aferrado a un optimismo esperanzador. Silva un bolero de esos viejos, fija su mirada en el semáforo y se esfuerza por identificar el color. Es la señal de en sus marcas listos fuera. Ahora el semáforo está en rojo, don Beto me da la espalda sin dejar de silbar y sigue corriendo.