martes, 1 de noviembre de 2011

UN CAFÉ


Foto tomada por: Cristian Castro.


Primera parte.

Eentendió de repente que el único oído prudente capaz de escuchar aquello que tenia por contar era el suyo, desprotegida entonces ante la incoherencia de sus pensamientos sintió aquellas ganas de contarle al mundo lo que jamás antes se había atrevido a decir.

Anheló por algún instante que el sentido auditivo de todos los que estaban cerca desapareciera  para así, poder gritar a viva voz un par de insolentes pensamientos; delirante de ansiedad estaba ese rostro tan fresco, incapaz de ocultar la inocencia que encerraban sus  ojos  de color negro profundo, aquella inquietante mirada lograba dejar al desnudo su espíritu por completo y exhibía un universo de vivos colores; era realmente placentero ver a la brisa coqueteando con su pelo para acariciar con sutileza sus pálidos hombros e indudablemente resultaba casi imposible no dejarse cautivar por el asombro que generaba el encanto de aquella sonrisa.

Vaya risos sublimes de excepcional libertad frecuentando aquel sitio donde las coincidencias parecían ser un pacto perfecto del destino con las almas, rustico lugar de aromas misteriosos y acogedores, carcelero de encuentros espontáneos y despedidas tardías, tenía incluso el poder de revivir historias lejanas, ni tan lejanas porque al final de cuentas resultaban siendo sólo recuerdos extraviados en lo más cercano de la conciencia, así parecía que sin conocer siquiera su nombre, sabía con exactitud dónde encontrarlo siempre.

Encontrarlo sin que ella misma se enterase de que lo estaba buscando, sólo para saber que estaba ahí, sin estarlo, tan lejos, pero ahí, y miraba de reojo, con astucia, y sonreía, y se quedaba, tomando un café,  hasta dos, incluso tres, ignorando el tiempo y al resto del día, luego se paraba de esa silla satisfecha por haberle visto y sonreía de nuevo sin estar consciente de ello.

No importaba el pasar de las horas, los recuerdos parecían envolverse en papel celofán, transparente y de colores para permanecer estáticos especialmente al momento de dormir, plenitud  perfecta de las almas que sueñan, escenario preciso de emociones intermitentes, se refugiaba en su memoria, aún en la realidad todavía, devolviendo como en una cinta de video los instantes capturados por su mente, una y otra vez y cuantas veces fuesen necesarias para observarle de nuevo, sonriendo como siempre.

Se había congelado la imagen de aquellos ojos en el viento de su hábil pero tormentosa retentiva, sin conocer siquiera la magnitud de lo que significaba perpetuarle  en las paredes de su pensamiento, parecía ser un títere de sus propios deseos e hipnotizada por el poder de esa mirada, disfrutaba un poco somnolienta, dibujando paso a paso los gestos de aquel personaje que se había clavado ya en la cumbre de la esperanza

Digamos que no pasaba de los 20 años escudados dentro de un baúl de secretos que guardaba lo que tal vez ya nadie tenía, misteriosa mujercita de habilidosas y dulces palabras, se había convertido en amante de los oleos y las notas de un saxofón viejo con brillo eterno, en su mochila de siempre del color azul del cielo, un cielo ridículo y maravilloso, guardaba entre otras cosas las envolturas de los dulces que jamás pudo comer, los papelitos se extraviaban  en el fondo y le hacían compañía al pequeño hombrecillo hecho en alambre de cobre, tan perfecto como la admiración por los talentos del artesano creador.

Esa figurita cargada de rutas y repleta de historias tenía una luz mágica y propia, no precisamente una luz brillante que atraía a las pupilas físicas sino una luz de energía extraordinaria, una luz que estremecía las sensibilidades del alma; tal vez por ser producto de hábiles manos, albergue de un mar de detalles sorprendentes y por que lograba causar efectos asombrosos, funcionaba como antídoto efectivo a  las tristezas de su corazón.

De la nada había renacido del el cobre hecho hilos para convertirse en artefacto de admirables cualidades, extraño y estéticamente armonioso, capaz de robar la atención de quienes lo observaran. De esa manera su pequeño hombrecillo era merecedor de gran éxtasis por conservar en su interior la majestuosidad que trae consigo lo simple que resulta hacer un alto para dejarse embelesar por  las pequeñas cosas de la vida.

Fue así como la serenidad de su espíritu comprendió que a pesar de los retos que debía superar y la dificultad absoluta que implica esquivar los obstáculos del camino, debía cultivarse como un roble, tan fuerte e inmune a las angustias y a los miedos.

Se hizo entonces diestra para observar el paisaje de la existencia a partir de sus maravillosas experiencias, como si visualizara el valle de la vida desde el edificio más alto sin jamás caer,  sabía cómo hacer sonreír a alguien sin mayor esfuerzo y su pasa tiempo favorito habría sido observar  amaneceres.



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